martes, 16 de julio de 2019

Unos saberes útiles y desinteresados (II)

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Existe, en nuestro mundo de hoy, una aparente contradicción. Mientras –como insinuaba en el anterior post- el saber se atomiza cada día más, y los ámbitos profesionales sufren una especialización cada vez mayor, los hábitos sociales tienden a la unificación; las conductas y los gustos de universalizan. Se crean artificialmente, y casi siempre por motivos comerciales, modas y tópicos, fuera de los cuales una persona parece sentirse desplazada.

Esto afecta especialmente a los más jóvenes: la manera de vestir (o de desvestir), las bebidas de moda, la dependencia de determinados objetos (móviles, redes sociales…), la frecuentación de los mismos lugares de diversión…  Todos parecen estar cortados por el mismo patrón. Cuesta ver a alguien que vaya contra corriente, que pase de los dictados de lo política y socialmente correcto. Es la dictadura de los convencionalismos.

En definitiva, la lucha por el igualitarismo de consumo, el esfuerzo por no diferenciarse de la inmensa mayoría. No deja de ser una nueva forma de totalitarismo, de dictadura solapada de unas minorías, que mueven a su antojo los resortes menos nobles del comportamiento humano: el miedo al ridículo. Es la nueva censura que ha creado nuestra sociedad.

Y, dentro de ese comportamiento uniforme, decidirse por el estudio del Latín y del Griego es, no ya una rareza, sino incluso una herejía: “¿de qué vas a vivir?”, “y eso, ¿para qué sirve?”, “pero ¡si son lenguas muertas!”… O, como me decía el padre de un alumno, hace muchos años: “mi hijo hará bachillerato de ciencias, porque quiero que sea un “machote” (hoy sería suficiente esa frase para denunciar una actitud machista).

Quizá sea una utopía, pero estoy convencido de que la cultura clásica puede pasar de ser la víctima de la situación enunciada, para ser parte –y muy buena parte- de la solución al problema.

La cultura clásica es la contraimagen de la realidad que acabo de esbozar. Porque es sinónimo de libertad, de rigor y de auténtica comprehensión del mundo. No es utópico pensar que podemos usar del mundo clásico como antídoto. Aparece así como uno de los elementos de mayor interés formativo para cualquier generación de jóvenes, y más aún para la de nuestros días. Y está  lo suficientemente lejano en el tiempo como para no tenerle miedo, y lo suficientemente cercano por cultura como para no parecer demasiado extraño. El saber de la  antigüedad  tiene todas las ventajas para convertirse en el verdadero revulsivo de nuestra sociedad, en un elemento pacíficamente revolucionario que vuelva a dar a la persona el sentido humano que parece haber perdido en medio de tantos rumbos equivocados.

Tan solo  hace falta –¡ahí es nada!- convencer de la bondad de estas ideas a los poderes fácticos. ¿Quién se anima a promover un movimiento ciudadano en este sentido? Claro está que habría que contar con un buen respaldo político… y eso está por ver.


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