Existe, en nuestro mundo
de hoy, una aparente contradicción. Mientras –como insinuaba en el anterior post- el saber se atomiza cada día más, y los
ámbitos profesionales sufren una especialización cada vez mayor, los hábitos
sociales tienden a la unificación; las conductas y los gustos de universalizan.
Se crean artificialmente, y casi siempre por motivos comerciales, modas y
tópicos, fuera de los cuales una persona parece sentirse desplazada.
Esto afecta
especialmente a los más jóvenes: la manera de vestir (o de desvestir), las
bebidas de moda, la dependencia de determinados objetos (móviles, redes
sociales…), la frecuentación de los mismos lugares de diversión… Todos parecen estar cortados por el mismo
patrón. Cuesta ver a alguien que vaya contra corriente, que pase de los dictados de lo política y
socialmente correcto. Es la dictadura
de los convencionalismos.
En definitiva, la lucha
por el igualitarismo de consumo, el esfuerzo por no diferenciarse de la inmensa
mayoría. No deja de ser una nueva forma de totalitarismo, de dictadura solapada
de unas minorías, que mueven a su antojo los resortes menos nobles del
comportamiento humano: el miedo al ridículo. Es la nueva censura que ha creado
nuestra sociedad.
Y, dentro de
ese comportamiento uniforme, decidirse por el estudio del Latín y del Griego
es, no ya una rareza, sino incluso una herejía: “¿de qué vas a vivir?”, “y eso,
¿para qué sirve?”, “pero ¡si son lenguas muertas!”… O, como me decía el padre
de un alumno, hace muchos años: “mi hijo hará bachillerato de ciencias, porque
quiero que sea un “machote” (hoy sería suficiente esa frase para denunciar una
actitud machista).
Quizá sea
una utopía, pero estoy convencido de que la cultura clásica puede pasar de ser
la víctima de la situación enunciada, para ser parte –y muy buena parte- de la
solución al problema.
La cultura clásica es la
contraimagen de la realidad que acabo de esbozar. Porque es sinónimo de
libertad, de rigor y de auténtica comprehensión del mundo. No es utópico pensar
que podemos usar del mundo clásico como antídoto. Aparece así como uno de los
elementos de mayor interés formativo para cualquier generación de jóvenes, y
más aún para la de nuestros días. Y está lo suficientemente lejano en el tiempo como
para no tenerle miedo, y lo suficientemente cercano por cultura como para no
parecer demasiado extraño. El saber de la antigüedad tiene todas las ventajas para convertirse en
el verdadero revulsivo de nuestra sociedad, en un elemento pacíficamente
revolucionario que vuelva a dar a la persona el sentido humano que parece haber
perdido en medio de tantos rumbos equivocados.
Tan solo hace falta –¡ahí es nada!- convencer de la
bondad de estas ideas a los poderes fácticos. ¿Quién se anima a promover un
movimiento ciudadano en este sentido? Claro está que habría que contar con un
buen respaldo político… y eso está por ver.
No hay comentarios:
Publicar un comentario