Hace más de 25 años,
escribí una ponencia para un Simposio titulado “Los estudios humanísticos y la
formación completa de la persona”. La titulé El mundo clásico: reflexiones en torno a un saber útil y desinteresado,
que fue luego publicada en el nº 198 de la Revista Española de Pedagogía (1994).
Ahora que, en nuestro
país, el gremio clásico anda
revolucionado por lo de casi siempre (la menguada oferta de Latín –y, sobre
todo, la de Griego- en la educación secundaria), he vuelto a releer ese
artículo, y se me ha ocurrido actualizar algunas ideas, aunque el núcleo del
problema sigue siendo el mismo: en la enseñanza prima cuanto produce un
beneficio material. Y cuanto más inmediato, mejor.
Entresacaré algunos párrafos que aún me parecen actuales, poniéndolos en contacto con la realidad de ahora.
(Hoy), la cultura clásica parece
tener poca o nula cabida. Cuando un estudiante se enfrenta a un texto griego o
latino, no lo hace para satisfacer una necesidad acuciante ni para obtener un
beneficio inmediato. Lo que tiene ante sí no es solamente un trozo de lengua –con
el que, además, no podrá comunicarse habitualmente con nadie-. Son unas
palabras en las que también hay historia y cultura, derecho y ciencia, religión
y política; en definitiva, una forma de entender la vida globalizadora, rica,
que tiene como centro al hombre en su sentido más amplio, con sus ilusiones y
sus frustraciones, con sus anhelos, que se elevan mucho más allá de las
mezquinas ambiciones materiales. Todo lo que concierne al mundo clásico constituye un saber desinteresado, mucho más
enriquecedor que la perentoria utilidad inmediata. Y verdaderamente útil, con
la utilidad de la auténtica cultura. Dicho con palabras atribuidas a Nietzsche:
“Yo odio al latín, pero gracias a él pienso, hablo y escribo”. Y,
desgraciadamente, esto hoy no suele venderse demasiado.
Pocos estudios producen un cúmulo de
conocimientos tan amplios, conectados entre sí e integradores, como los referentes
al mundo clásico. Y, en el centro de esos saberes, está la lengua como eje
vertebrador que interpreta una riquísima realidad. Pero, por desgracia para el
hombre actual, todo eso no produce un rendimiento inmediato, no da dinero, ni
poder, ni posición social… tan solo cultura, que no es precisamente un valor de
moda.
Hasta 1972, y con notables
dificultades después, se mantuvo un sistema de enseñanza general, con un
bachillerato que “daba cultura”, en su sentido más amplio. Solo había una tenue
especialización al final, que desembocaba en unos estudios universitarios mucho
menos fragmentados que ahora. Recuérdese, por ejemplo, la licenciatura en
Filosofía y Letras, con aquellos dos años comunes, que otorgaban una visión
humanística amplia, frente al panorama actual donde el latín encuentra serias
dificultades para hacerse un humilde hueco en los primeros cursos.
Y hoy añadiría: desgraciadamente,
incluso en los grados de Humanidades…
A eso, se une la progresiva eliminación del Latín y el Griego en la Secundaria (obligatoria y postobligatoria), presente ya desde hace bastantes años, pero que ahora ha tomado nuevos bríos. Incluso con mezquinas e ilegales maniobras, como asegurar infundadamente que no hay suficientes alumnos para cursar esas materias.
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