«Una tarde
soleada. En una universidad lusitana, un profesor da la primera clase de
literatura portuguesa a un nuevo grupo de alumnos. El maestro intenta calibrar
los conocimientos de los jóvenes: “Díganme ustedes el nombre de un gran
escritor ruso: el que quieran”. Silencio: trece silencios. Una chica más
avispada, de mirada rutilante, se arriesga: “Alguien con un apellido
terminado en oski…”. El profesor lo intenta otra vez:“¿Y el nombre
de un gran escritor italiano?”. De nuevo, trece silencios. “¿Y
un alemán?”. La chica aguda contesta: “¡Herman José!”. Herman
José es un conocido humorista portugués: sale mucho en televisión y en las
revistas. “Como a veces publica libros y su padre es alemán…”, explica
la joven.
El profesor
siente algo así como un mareo. Decide jugar por la otra banda. “Díganme
ustedes el nombre de alguien que haya cambiado el mundo”. Respuesta
explosiva: “¡Barack Obama!”. “Ese todavía no sabemos si ha
cambiado algo”, comenta el maestro. La clase se alborota: “Entonces el
otro, ¿cómo se llamaba? ¡Bush!”; “O el tío aquel de Iraq: ¡Sadam!”;
“O el de Libia”. Una chica que se sienta en la última fila sugiere: “Adolf
Hitler”. Se impone en el aula un silencio sorprendido: es como si se
hubiese mencionado a Hammurabi.
El profesor,
caminando entre los pupitres, observa a sus alumnos. Todos ellos son valiosísimos: cada uno tiene su misión
en este mundo. Están llenos de virtudes, de posibilidades. Son horizontes
humanos. La ignorancia que revelan
no es culpa suya, sino sencillamente el resultado de un proceso social: con
otras palabras, su ignorancia es nuestra ignorancia. Habrá que trabajar:
clase a clase, intentar construir poco a poco un mínimo abecedario cultural. Todo
se andará.
Ha estado
recientemente en Barcelona, este profesor. Para dialogar con jóvenes universitarios
catalanes: seres humanos del más alto quilate. Miradas entre soñadoras y
chispeantes: de hecho, cada alumno es un hermoso paisaje. En los contactos que
el profesor mantuvo con jóvenes pedagogos, gente activa, generosa e inteligente
como Jordi Pujol y José Quintano, se
siente una gran preocupación ante la impresionante cabalgata de ignorancia que
nos estamos
montando en
Occidente y que afecta sobre todo a la juventud.
¿De dónde
viene esta epidemia de un
analfabetismo que sabe leer y escribir, pero que ya no lee ni escribe?
En primer lugar, de la llamada sociedad
de la imagen. Hace décadas, todo lo que era nuevo había que elogiarlo y
la tarea del intelectual consistía en encontrar el modo más sutil de adular lo
inédito. Por ello, se puso por las
nubes a la sociedad visual. La del cine, de la televisión, de la publicidad.
Hoy en día, hemos descubierto que una
cultura que vive de imágenes jamás tendrá la misma potencia intelectual de una
sociedad asentada en la alquimia de la palabra escrita.
En
concreto, la televisión es más
nefasta en el presente de lo que la Inquisición fue en tiempos pasados.
Claro que hay excepciones, ciertos canales y programas, pero por lo
general la caja que cambió el
mundo provoca un vacío cultural asustador. No quema libros, sino el intelecto
de las personas, lo que es peor. El cerebro de alguien que lee se transforma en una fuente; el del que sólo contempla pasivamente
destellos visuales, en un triste charco. La gloria de Occidente empezó con Gutenberg y terminó con la invención
del mando a distancia para el televisor.
Otro
motivo de este desastre mental de la actualidad es el modo como nos hemos entregado a ese acelerador de
partículas que es internet. Algo
que ha transformado en un vértigo la marejada financiera del mundo, las
contradanzas de la burocracia y el movimiento de los renacuajos del chismorreo.
Pero a la vida cultural no le ha dado
más profundidad: sencillamente, todo se va convirtiendo en espuma. Y muchos
jóvenes ya sólo se alimentan de palimpsestos informáticos. (Palimpsesto: Tablilla
antigua en que se podía borrar lo escrito para volver a escribir)
Además, no se puede educar sin un claro horizonte de
valores. ¿Cómo enseñar matemáticas a alguien sin el amor a la exacta
verdad de las cosas? ¿Se puede hablar y escribir bien la propia lengua sin el
sentido ético de la pulcritud? Las
cosas que se enseñan a quien posee una estructura moral son como riachuelos que
algún día llegarán a la mar. Por el contrario, los conocimientos que se
transmiten a alguien sin formación ética tendrán tendencia a desgajarse:
como esos libros mal encuadernados cuyas hojas se sueltan y se pierden.
El
profesor vuelve a casa. Le apetecería musitar un fado: esa canción portuguesa
desgarradora. Sobre todo porque sabe que, cuando llegue a su piso, su hija
estará viendo la televisión. Habrá que sentarse en la alfombra, negociar la
desconexión del monstruoso inquisidor de la vida moderna: empezar a leer con
ella. Con tanta imagen, hemos regresado
al tiempo de los jeroglíficos. Un poco más y cada uno de nosotros vivirá en su caverna informática
dibujando bisontes con un lápiz virtual, de esos que sirven para firmar los
recibos de las tarjetas de crédito. En
Portugal, casi no ha llovido este invierno: monotonías desérticas tras los
cristales».
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