miércoles, 2 de marzo de 2011
"Enseñanza: entre el fetiche y la vocación"
Hace algo más de una semana leí en La Vanguardia este artículo de opinión, escrito por Antoni Puigverd y titulado "Enseñanza: entre el fetiche y la vocación". Creo que es una lúcida reflexión sobre el estado actual de nuestra educación. Por eso, aunque sea algo largo, lo reproduzco entero.
La consellera Rigau ha frenado, para restringir el gasto, la implantación de ordenadores en las aulas. La decisión marea a unos profesores ya muy desconcertados por un departamento que lleva años aficionado a los cambios de rasante. Pero no todas las críticas se circunscriben al desconcierto de los docentes. Negarse a invertir en la escuela es negarse a solucionar la enseñanza, sostienen unos. Y otros: ¡La escuela no puede perder por más tiempo el tren de la modernidad!
¿Puede afirmarse, como sostienen estos críticos, que los institutos pierden el tren de la modernidad por no organizar sus clases en torno al ordenador? De momento, la pantalla ha generado más costes que beneficios. La enseñanza de lenguas mejora con las nuevas tecnologías, pues existen materiales ya muy contrastados. Pero no son pocas las asignaturas que, tamizadas por el ordenador, sin materiales adecuados, se convierten en un juego trivial. Muchos profesores no cuentan para sus nuevas clases con ordenador con más materiales que el viejo libro de texto travestido de pantalla.
De las posibilidades del ordenador da muestra fehaciente la web www.filopolis.net dedicada a la enseñanza media de filosofía. Es el resultado de años de trabajo de un profesor vocacional, Llorenç Vallmajó: pionero de la introducción de los ordenadores en los institutos de Girona. No conozco mejor adaptación contemporánea de aquel lema cervantino: “enseñar deleitando”. Incluso el lector más sabio y veterano encontrará en Filópolis una mina de gozo intelectual. Allí está el Ágora de los debates, el Taller de los conceptos, el Jardín de las sonrisas, la Cárcel de las barbaridades, el Paseo de los grandes temas, el Palacio de las ciencias, la Academia de los pensadores, el Templo de las respuestas y otros sensacionales apartados que con gran rigor adaptan, al lenguaje de las pantallas, los razonamientos de la filosofía. De la filosofía entendida como un juego, pues genera curiosidad y placer, pero también como un compromiso fascinante y exigente. En sus últimas entradas, por ejemplo, el profesor Vallmajó propone al alumno bailar con una princesa o evitar la horca gracias al razonamiento lógico. La pedagogía actual no ha desarrollado todavía materiales de este nivel.
La ciencia y el arte, la contabilidad y la escritura, la música y la información, las oficinas y las relaciones humanas ya son distintas desde que todo el mundo accedió al ordenador, al móvil y al resto de gadgets que nos rodean. Incluso la política, como demuestran las revueltas del norte de África, está cambiando a gran velocidad gracias a Twitter y Facebook. Pero las redes no han generado los cambios, solo los han facilitado y acompañado. Las tecnologías son un recurso, no un fin en sí mismo. Un instrumento de la humanidad, no la humanidad nueva. El error del gobierno de Zapatero y del conseller Maragall fue introducir por decreto el ordenador en las escuelas como si se tratara de un Deus ex machina que podía conjurar y resolver el malestar de la escuela.
Pero el ordenador no es un dios omnipotente, sino una máquina que, mal usada, estorba más que ayuda. Y por otro lado, ¿qué fin tiene hoy en día la escuela? ¿Qué espera nuestra sociedad de ella? Las familias, la publicidad y las industrias del ocio pugnan por corromper a niños y jóvenes adulando sus instintos, sobreprotegiéndoles, estimulando su deseo de consumir, incitando la satisfacción de toda apetencia. ¿Espera una sociedad que educa de esta manera a los niños y adolescentes que el profesor exija de ellos gran esfuerzo y consiga grandes resultados? ¿Una sociedad que idolatra el pelotazo económico y mitifica el éxito fulgurante puede esperar que sus vástagos se entreguen a la paciente tarea del estudio? Hasta que la sociedad no sea capaz de dar una respuesta coherente a este tipo de preguntas, la enseñanza mostrará sus descosidos, pues la escuela no es una isla, sino la institución que más fielmente refleja las contradicciones de la sociedad.
El problema de la escuela no es, como afirman los sindicatos, de presupuestos. Ni se resuelve a la manera del conseller Maragall o del presidente Zapatero con soberbias inversiones tecnológicas. Es un problema de horizonte. Los males de la escuela no se resuelven con un fetiche, transformando las pizarras en pantallas, sino apoyando, avalando, reforzando la constancia de los profesores vocacionales como Llorenç, creador de Filópolis, que lleva casi treinta años luchando por la introducción de las nuevas tecnologías en los institutos y experimentado contenidos adecuados a ellas. Los Llorenç abundan, aunque no son, ciertamente, mayoría en las aulas. Trabajan sin armar ruido, sin buscar medallas, por vocación de enseñar, con la paciencia de la gota que horada la piedra.
En el Barrio de los nuevos filósofos de Filópolis encontramos a Wittgenstein siendo niño. Se pregunta: “¿Por qué debería decir la verdad si me resulta provechoso mentir?”. La súbita informatización de las aulas es una manera de responder al malestar de la escuela con mentiras de nuevo rico. El pequeño Wittgenstein encuentra la respuesta en Karl Kraus: mejórate a ti mismo. La escuela necesita muchos Llorenç de Filópolis. Necesita mejorarse a sí misma.
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