Hace días, hice aquí una reflexión sobre el deterioro que observaba en la relación con los alumnos de uno de mis cursos.
Y hoy deseo narrar la evolución de los acontecimientos, para mostrar cómo unas circunstancias puramente materiales pueden influir en algo tan humano y vital como es la relación profesor-alumnos.
Se daba el caso de que teníamos las clases, desde comienzos de curso, en un aula que utilizaban por las tardes los alumnos del Ciclo de Grado Superior de Informática: ordenadores situados junto a las paredes, unas cuantas mesas en medio, habitáculo de techo alto, frio (en su doble sentido: desangelado y gélido-húmedo), y con un ruidito informático de fondo, agravado a veces por un incisivo pitido a intervalos de unos quince segundos...
Esa situación era evidente, pero nadie -ni yo mismo- había comentado nada, hasta que una alumna me dijo hace poco algo así como yo creo que esta clase tiene parte de culpa en el 'mal rollo'.
Fue entonces cuando comencé a pensar que quizá tenía razón.
Ha pasado una semana desde entonces: hemos ido de peregrinación por distintas aulas del instituto (especialmente gratas fueron las clases que pudimos tener en la biblioteca), y la situación ha empezado a cambiar. Quizá haya influido también la pesadumbre que mostré en su momento, pero el hecho es que ese grupo vuelve a parecerse al de antes. Y yo me alegro mucho: por mí, pero sobre todo por ellos.
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